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Un hombre de palabra

de Gustavo Valitutti

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Alfredo Gutiérrez arrastró los pies desde su casa en la calle Belgrano hasta el negocio familiar, una zapatería en Avenida de Mayo cerca de la calle Florida. Eran unas cuantas cuadras, pero se obligaba a hacerlo porque podía hacerlo sin pensar. No era suficiente, pero era algo. Desde que Martha había muerto en el parto, él prefería no pensar.

En un lapso corto de tiempo, había dejado de ver a sus amigos del barrio e incluso, a muchos de sus familiares más cercanos. Estaba derrumbado. A medida que pasaban los meses perdía más peso y la ropa ya no le quedaba, parecía un espantapájaros andante, nada bueno para un comerciante. Más soledad.

Hacía diez años que el negocio familiar había pasado a sus manos, y si bien se habían sucedido años buenos y malos, tal como le había prometido a su padre, Alfredo continuó aún cuando lo más sensato hubiera sido cerrarlo.

“Es que se puede definir a cada persona con dos o tres palabras”, le decía siempre su padre, “que te conozcan por ser un hombre de palabra”. A él le había parecido demasiado solemne, pero el mensaje caló hondo y efectivamente, con el tiempo, se constituyó en una de sus virtudes. Exactamente eso, un hombre de palabra para las grandes cosas, las pequeñas y las de todos los días, aquellas que, según su padre, definían a una persona.

Esa mañana abrió el negocio a las siete de la mañana, una hora antes de lo que acostumbraba. El local no era muy grande, pero estaba a metros de la futura estación de subterráneos. “Igual que en Londres”, le había dicho Ramiro, el peluquero del local contiguo. Después de abrir, se asomó a la puerta para ver la avenida por última vez. Sus edificios ornamentados, sus vidrieras cargadas con las últimas novedades de Europa y los bares que a esa hora ya comenzaban a llenarse. Inspiró profundamente y suspiró con melancolía.

— Hoy es un día horrible — le dijo a Martha — me siento cada vez peor y no sé qué hacer — dijo meneando la cabeza, pero una vez más Martha no le respondió.

Entró al local arrastrándose, se apoyó un segundo en la pared y pasó la mampara que separaba el salón de trabajo, de la cocinita y el baño del local. Llevaba en la mano un sobre papel madera que había tomado del ropero de su habitación. Sacó el revólver y comprobó que las balas estaban en el tambor. Dejó el arma en el lavabo y se llevó las manos a la cabeza, estaba solo frente a un espejo. Se quitó los zapatos, el reloj y la camisa.

Sintió como el frío del piso se le metía por los pies y subía por las pantorrillas, y comenzó a recordar imágenes inconexas... El color exacto de las paredes del comedor en casa de su abuelo, lo que su hermano le había dicho acerca de la vecina de al lado, su padre en la puerta señalando el auto nuevo, Martha, el árbol de la plaza, una imagen y otra y otra...

Alfredo levantó el arma y llevó el caño frío hasta su sien derecha.

Su dedo índice insistía en temblar en lugar de hacer su trabajo mientras que sus cejas se elevaban en su frente evitando que los ojos se pudieran cerrar. El espejo devolvía esa imagen de su cara distorsionada y no pudo evitar que una carcajada se le escapara, después un resoplido se mezcló con mocos y eso le hizo aún más gracia, así que dejó caer el arma en el lavabo y se puso a llorar.

— ¡Vendedor! — gritó una cliente desde el salón — ¡Vendedor, rápido!

Casi instintivamente manoteó la camisa y comenzó a abotonarla. Del otro lado de la mampara, la cliente golpeaba con insistencia el mostrador con una moneda. Se calzó los zapatos y abrió la canilla para lavarse la cara. Entonces reparó en que la pistola seguía ahí.

— ¡Carajo! — gritó mientras retiraba el arma y ponía el seguro, porque lo que estaba haciendo iba a tener que esperar. Parecía tonto que un suicida tuviera algo que esperar.

— ¿Cómo? — preguntó la muchacha, porque eso era, una jovencita de no más de veinticinco años, aunque vestida muy formal y a tono con la última moda europea.

— ¿Señorita? — dijo Alfredo mientras entraba al salón.

— Señora — respondió ella que se había dado la vuelta y miraba los zapatos. Alfredo avanzó unos pasos hacia ella y trató de mirar su rostro, pero ella tomó uno de los zapatos y se sentó para probárselo.

— ¿Quiere un calzador? — preguntó Alfredo que se lamentaba en su interior de no haber cerrado la puerta del local — Estoy bien — respondió ella mientras se aflojaba la cinta de uno de sus zapatos. Tenía pies finos y elegantes, Alfredo no lograba ver su rostro.

— Quiero estos y los de al lado. — declaró la cliente y en cuanto Alfredo se dio vuelta, se paró y fue al mostrador para pagar.

— Están en promoción — dijo Alfredo siguiendo sus instintos de vendedor.

— No me extraña — dijo la muchacha con vos entre divertida e irónica —

— Las señoras los llevaban de a dos pares el año pasado. Así que pedí más al fabricante.

Alfredo se quedó unos segundos observando la silueta familiar de la mujer. Retiró de la repisa los dos pares de zapatos que ella le había pedido y se dirigió él también al mostrador. Se puso frente a ella, pero la chica estaba inclinada sobre su cartera revolviendo ese universo indescifrable para los hombres que las mujeres jóvenes siempre llevan consigo.

— Lo tenía por aquí — dijo la chica y Alfredo se quedó sin saber qué responder — Bueno, me la olvide. No tengo la billetera conmigo.

— No se preocupe, señora, llévelos y mañana cuando pase por aquí...

La mujer tomó los zapatos y los puso en su lugar. El vendedor reparó en que la chica llevaba una sortija con un brillante igual al que le había regalado a Martha.

— En serio, puede llevarlos, realmente no me hace ninguna diferencia...

— No, no, no — dijo la chica — sólo le voy a pedir que los guarde hasta que vuelva por ellos.

— No hay problema, Vaya tranquila señora — le respondió Alfredo dándose por vencido. Hubiera querido darle los zapatos... pero no tenía sentido dar explicaciones — ¿Cuál es su nombre?

— ¿Mi nombre? — preguntó la muchacha con ironía. A Alfredo lo recorrió un escalofrío. Avanzó unos pasos hacia ella que permanecía detenida junto a la puerta, dándole la espalda.

— Me llamo Martha — dijo y giró algo la cabeza de manera que Alfredo pudo ver su mejilla y su ojo castaño — ¿Entonces? ¿Me das tu palabra? ¿Vas esperar a que venga a buscar mis zapatos? — le preguntó a Alfredo que detrás de Martha observaba, estático, su reflejo en el vidrio de la puerta.

Alfredo asintió, ella sonrió y salió del local.

Él se asomó para seguirla con la vista, pero supo que era inútil. Ella desapareció como si se hubiera mezclado con el aire y el sonido de sus tacos pronto se desvaneció bajo el rugido de las calles de Buenos Aires.


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