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Cosas de Vieja

por Fernando Sorrentino

English translation


En esos días de lluvia, Mario se empeñaba en que quería comer buñuelos preparados por la abuela. Ella, con halagada sonrisa, consentía sin dificultad, y mandaba a la Coca a limpiar las pelusas debajo de los roperos o a ordenar el cuartito de las cosas inservibles: tal era su sistema para quedarse dueña absoluta de la cocina.

En la casa tan grande, tan oscura, tan sola, yo podía elegir entre permanecer mirando cómo las manos venosas de la abuela elaboraban prolija y lentamente los buñuelos (que ella llamaba biñuelos), o irme con la Coca a verla acomodar los trastos del cuartito de las cosas inservibles.

La Coca lo llamaba altillo, pero yo sabía bien, por el Pequeño Larousse Ilustrado, que un altillo no podía hallarse en la planta baja, en un rinconcito cuya ventana daba a los límites del jardín, junto a la medianera de ladrillos, un lugarcito muy callado y húmedo donde había una plancha rectangular de hierro oxidado, unos azulejos floreados y una canilla para regar el jardín. Aunque el grifo carecía de llave y, de todos modos, nadie regaba el jardín, y ni siquiera era un jardín: no tenía plantas ni flores de cultivo, pero sí yuyos y enredaderas heterogéneas, bichos bolita, hormigas, charcos, sapos y lauchas.

Creo que yo ya tenía catorce años cuando supe cuál era el aspecto exterior de la casa. Yo casi nunca salía, y, en ese caso, iba y volvía por la misma vereda de la casa, de modo tal que sabía de memoria los edificios de enfrente pero no conocía el que me guardaba desde que nací.

Una vez se me ocurrió no hacer otros ángulos que los rectos, sin cruzar en diagonal ninguna calle. Caminé desde la esquina por la acera de enfrente. Por la izquierda superaba verjas de alambre o de hierro y confusas vegetaciones; por la derecha, cada tantos metros, se renovaba un árbol prisionero en un cuadrado de tierra. En primavera y en verano las ramas se juntaban en el cielo, y el sol pasaba apenas, en retacitos, como a través de un inquieto y fresco cedazo. Pero ese día era invierno y era el atardecer. Tan triste todo, con un vientecito desganado, mudo, la calle vacía y esas lucecitas, que salían ya como apagadas de salas de techos altísimos. No sé por qué, me daban como unas ganas de llorar, y en seguida pensé en Mirta, una chica, mayor que yo, que estudiaba en mi colegio.

Yo estaba sobre mosaicos azules y blancos — uno blanco y otro azul — con nueve cuadraditos en sobrerelieve, y una página sucia de El Gráfico iba a volarse a caballo del viento. La pisé a tiempo y, sin inclinarme, leí “Musimessi, figura en Newell's”. Lo liberé, y el papel salió arrastrándose con un gemido áspero, y fue a encallar en el agua servida.

¡Qué lúgubre, mi casa! Apenas si se veía. Enredaderas mustias y oscuras cubrían la verja negra y oxidada; detrás, palmeras grises, pinos descascarados y el omnipotente gomero ni dejaban asomar la osamenta opaca de nuestra casa, cuyas paredes eran mapas de grietas y manchas. Pero contra el cielo blanco se recortaba el puntiagudo techo a dos aguas, techo de tejas que habían sido rojas y ahora eran violetas o del color del barro.

En la casa había también un altillo, pero como en él dormía la Coca, ya no era altillo sino dormitorio; aunque la abuela lo llamaba el cuarto de la muchacha (y además decía tránguay por tranvía y botines por zapatos, y el subte de Primera Junta para ella era siempre el Anglo). A mí me gustaba esa piecita con el cielo raso en V invertida y gruesas vigas de madera oscura. Sobre un banquito de cocina señoreaba una radio muy antigua, muy alta, muy poco audible, en la que cada noche ella escuchaba el radioteatro de Radio El Mundo. Usurpaba media habitación un inmenso ropero de caoba, de tres cuerpos, con un espejo ovalado. Al abrir la puerta, sujetos con chinches, estaban: Gardel, vestido de gaucho celeste; Robert Taylor, de cowboy; y Ángel Magaña, de saco y moñito; también una estampita de la Virgen de Luján y otra de Ceferino Namuncurá. De la pared colgaba una fotografía coloreada (el día de su casamiento con Ricardo), donde la Coca casi no era la Coca, con ese peinado tan alto y esos labios tan rojos y tan finitos. Sobre el mármol de la mesita de luz había un frasco de agua de Colonia y una barrita de azufre. Sin embargo, lo mejor del cuarto era una ventanita circular, como si fuera un ojo de buey, que se abría, por mitades, en dos vidrios rosados.

Por eso, cuando se decía que la Coca iba a limpiar el altillo, significaba, en realidad, que iba a ordenar el cuarto de las cosas inservibles. Mucho le agradaba a la abuela que Mario le pidiese buñuelos, no tanto porque le gustara prepararlos, sino más bien porque así recuperaba un poco de la importancia que tuvo en otros años, cuando era ella quien dirigía todas las cosas de la casa, cuando todavía no habían empezado a dejarla a un lado. Claro que, como chocheaba (arteriosclerosis, ochenta y seis años), no era injustificado que tuviese manías, no era extraño que se confundiese y olvidase, no era censurable que a veces mintiera o inventara. El doctor Calvino afirmó que eran cosas de la edad; para ello no existía solución científica y simplemente había que admitir la situación tal cual. Sea como fuere, de todos modos la abuela era adorable y no molestaba a nadie.

Pasaba las tardes de otoño e invierno con una pañoleta en las rodillas y una bufanda en los hombros, hamacándose en la enorme mecedora, que, sin embargo, perdida en la interminable sala empapelada de flores lilas y pájaros verdosos, parecía pequeña. Allí, con las manos entrelazadas, pensaba quién sabe en qué, mirando a través de la mesa negra y ovalada, cubierta siempre por una carpeta cruda tejida al crochet. Cuando no, limpiaba todos los objetos metálicos de la casa hasta darles un brillo enceguecedor, y ese brillo era como un escándalo entre cosas tan opacas y melancólicas. Yo solía buscarle candelabros de bronce o fruteras de plata, pero Mario me lo prohibió, considerando que así estimulaba el desarrollo de algo que podría denominarse manía.

De cualquier manera, ahora que los días eran más templados, a la abuela se le había dado por vagar al atardecer por los rincones inexplorados del jardín, que lo eran casi todos; se sentaba, bien lejos de la casa, en una sillita de paja, hasta que al fin la Coca salía a buscarla y la obligaba a entrar, porque podía ser muy peligroso el rocío del anochecer. Convencerla de que se quedase en la sala era difícil, y cada día pasaba más horas en el jardín, generalmente cerca de la estatua destruida. El doctor Calvino aconsejó que se la dejara hacer su voluntad, pero cuidando de que no tomase frío, debido a la endeble de sus bronquios.

Era cosa de no creer que, la noche de la tormenta de Santa Rosa, cuando Mario se levantó para asegurar las persianas, la abuela ambulara por el jardín, bajo la lluvia y agitada, tenue planta como era, por el viento helado y furioso. El doctor Calvino diagnosticó pulmonía, y, ahora, a la chochera se agregó la fiebre, y la abuela empezó a delirar con los hombrecitos. ¿Los hombrecitos? Sí, los hombrecitos vestidos de calzón amarillo y chaqueta roja, que se empinaban sobre botas negras y muy altas, que se cubrían la cabeza con un bonete azul de terciopelo.

Era inútil que la interrumpieran con la noticia de que Telma había tenido mellizos, o que tía Marcelina le mostrara las sábanas que acababa de bordar. La ciudad de los hombrecitos se llamaba Natania y constaba principalmente de bosques, torres y puentes; la ciudadela del rey y los tres ministerios estaban custodiados por leones alados y por toros con cabeza de águila. “¿Por estatuas de leones y de toros?” No, por leones y por toros de carne y hueso.

El doctor Calvino puso esa cara tan especial que asumen los médicos amigos de la familia, y la casa fue paso obligado de remotos parientes, solidarios en la desdicha que ya llegaba.

Cuando la sutil vidita de la abuela se acabó del todo, llegaron los de la funeraria con los absurdos ornamentos con que se recibe a la muerte. La capilla ardiente se erigió en la sala donde la abuela lustraba metales, y las manijas del ataúd brillaban casi como si ella misma las hubiera bruñido. Las dos hermanas casadas y la solterona la rememoraron joven, siempre tan guapa y dispuesta, y tíos escribanos o abogados consumían café y coñac, y calculaban las posibilidades de Balbín-Frondizi frente a las de Perón-Quijano.

Toda la noche contemplé rostros sucesivos (y a veces pensaba en Mirta) y, desertando del velorio, me interné en la maraña del jardín, entre rugosas palmeras y campanillas azules que se morían apenas se las arrancaba. Lloré, aunque despacito, de sólo recordarla por allí, con sus anteojos y su abrigo negro.

Mario permitió que la Coca, que estaba separada del Ricardo aquel de la foto coloreada, llevase a vivir consigo a un novio o cosa así, ahora que no estaba la abuela para escandalizarse. Resultó ser un individuo torvo, de poco pelo, malas maneras y ninguna palabra. Durante la primera semana, al volver de no sé dónde, siempre más o menos a la misma hora, pasó las tardes observando por la ventanita circular hacia la casa de enfrente. El sábado mostró poseer un perverso espíritu innovador: empezó a introducir toda clase de modificaciones y, con la venia de Mario, se ensañó en revolucionar todas las cosas, que estaban tan bien como estaban.

Proyectó comenzar con el jardín, nada menos: cortar malezas, sembrar césped, cultivar flores. Y entonces el jardín no sería otra cosa que un jardín, es decir, una cosa lisa y limpia y clara, y no un lugar misterioso y secreto. Yo ya no podría pensar y jugar en el rinconcito formado por la palmera más gruesa, el cerco de ligustros desordenados y la estatua tumbada y rota, cubierta de musgos y líquenes, como diría el manual de Botánica de primer año.

Alrededor del pedestal de la estatua los yuyos habían crecido hasta ocultarlo por completo, pero debajo — si es que alguien lo podía levantar, ya que era pesadísimo — la tierra era plana y apelmazada en un círculo perfecto, y era en el círculo donde estaban los primeros accesos de comunicación. Hacía mucho tiempo que ese bloque de mármol estaba perdido en el jardín: ELISA Y MARIO, declaraban un corazoncito y una flecha medio borrosos, y Mario hacía más de veinte años que era viudo.

El perro de los vecinos retrasó el plan del novio de la Coca. Ladraba y lloraba día y noche; era un perro estúpido e insoportable y, en efecto, él no pudo soportarlo: en un rasgo muy típico de su manera de resolver los problemas, le arrojó carne envenenada por encima de la medianera. Los vecinos — que también, aunque por otras razones, eran gente desagradable — formularon la denuncia a la policía, y él tuvo que pasarse dos días en la comisaría.

Al volver, prefirió remozar el interior de la casa. Ya Mario estaba muy viejo y no influía en absoluto; era un trasto más que, en lugar de ocupar un sitio en el cuartito de las cosas inservibles, lo ocupaba en la biblioteca: con esmerada caligrafía antigua, en un cuaderno escolar copiaba — ¿por qué?, ¿para qué? — poesías románticas o altisonantes. Pero las semanas iban pasando, y el sujeto ya terminaba de renovar y pintar toda la casa, unos colores cada vez más claros y luminosos, y en seguida atacaría el jardín.

Empezó a limpiarlo avanzando en un círculo cuyo centro era la casa. Cierto que faltaban muchos metros hasta la estatua, y que aún me quedaba algún tiempo para conversar y enterarme de otros detalles. Mientras tanto, él arrancó las primeras malezas, eliminó las latas y las piedras que se habían acumulado a través de más de veinticinco años de desidia, mató infinidad de sapos inocentes, y trazó así la primera vuelta del círculo. Por suerte, día a día el avance se hacía más lento, pues las nuevas circunferencias eran cada vez mayores.

En el colegio yo me hallaba nerviosísimo pensando que ya estaría llegando al pino Julio (mirándolo desde un ángulo muy preciso, los nudos rezaban JULIO), y, en efecto, había llegado: la tierra ya estaba perfectamente desbrozada y alisada a su alrededor. Ellos ya habían comenzado una ordenada migración y, aunque me debían el aviso, nunca consintieron en decirme a dónde irían a instalarse. Para peor de males, el domingo se privó de su habitual tertulia y partida de billar con sus amigos, esos tipejos del café, seres de pucho en los labios, y permaneció en el jardín tomando mate con la Coca y leyendo las mentiras del diario, de modo que nada pude adelantar. Al otro día me esperaba una prueba escrita de zoología, y yo no podía concentrarme, se me iban los ojos por la ventana. No estaba de humor para la ameba y el paramecio; no estaba para pensar en esas estupideces, teniendo la certeza de que el lunes llegaría inevitablemente al pedestal. A las dos de la mañana fui a despedirme, y quedé tan nervioso que ya no pude pegar un ojo. De zoología no me acordaba nada; traté de copiarme y la profesora me sorprendió y me quitó la hoja.

Por fin, entonces, en el banco del colegio, pude quedar cómodo y desocupado para poder recordar una vez más a los hombrecitos vestidos de calzón amarillo y chaqueta roja que se empinaban sobre botas negras y muy altas, que se cubrían la cabeza con un bonete azul de terciopelo.


De Imperios y servidumbres, Barcelona, Editorial Seix Barral, 1972.

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